Mujer. 34 años

Durante años no consideré la necesidad de tratar mi ansiedad. Mi hermana es psicóloga, y siempre pensé que sus pacientes tenían problemas graves; que los míos, eran nimiedades y que recurrir a la ayuda profesional, en mi caso, solo era un síntoma de debilidad. Realmente, hasta que no comencé a somatizar la ansiedad, hasta que no se convirtió en un obstáculo en mi día a día que casi me impedía respirar, no fui consciente de lo equivocada que estaba.

Durante mucho tiempo estuve en un túnel repleto de pensamientos negativos que me asfixiaban, con la sensación permanente de descontrol, anticipando escenarios futuribles perjudiciales para mí y con la prisa instalada en mi mente con rumbo hacia ninguna parte. Procrastinaba durante meses atender mi salud mental hasta que se hizo insostenible: la pandemia hizo volar por los aires esa huida hacia delante que yo había normalizado -a la que, realmente, creía haberme acostumbrado-, me contagié y aquello me obligó a parar por primera vez en mi vida.

Comencé a analizar de la mano de mi psicóloga cómo había llegado hasta ese punto, y lo que es más importante, hacía dónde quería ir. A cuestionarme muchas cosas -no es un proceso sencillo, pero sí muy gratificante-.

Aún estoy en el camino, pero sé que todo esto que he aprendido me servirá a lo largo de la vida -probablemente, buscar ayuda profesional y tratar la
ansiedad a tiempo ha sido la mejor inversión de mi vida.

El consejo más importante que le daría a alguien que se encontrara en ese túnel a toda velocidad en el que todo es oscuro y aún no se aprecia la luz del final, es que pise el freno de golpe, que pare cuanto antes y se ponga en manos de un profesional que le ayude a desenmarañar todo lo que le ha llevado hacia allí, y sobre todo, cómo y dónde le gustaría estar.

Hombre. 45 años

La primera vez que experimenté ansiedad fue en el coche, de camino a casa. Fue como si una losa me aplastase, sin dejarme respirar, ni reaccionar.
A duras penas pude conducir hasta la próxima gasolinera para parar y poder salir del coche, en el que sentía que me asfixiaba. Nunca, en mis 45 años de vida, había tenido esta sensación tan desagradable. Mi mujer se preocupó muchísimo, pensó que me estaba dando un infarto, se ofreció a conducir, pero me negué, pensé que se me pasaría. Al subirme al coche vi que no, que las sensaciones seguían, que mi cuerpo estaba tenso y el pecho me dolía, entonces yo también pensé que era un infarto. Así que fuimos al hospital y ahí me enteré de que lo que había sentido era ansiedad, que no me moría, aunque yo lo sintiera así.

Durante mucho tiempo me negaba a aceptar que yo tenía ansiedad. Siempre había pensado, e incluso dicho, que» si estabas triste, piensa en algo alegre», que «no era para tanto». Y luchar contra la ansiedad me llevó a someterme a mí mismo a muchas pruebas y medicaciones innecesarias, porque no quería creer que algo de la mente pudiera hacerme tanto daño. Sólo consiguió que la ansiedad creciera hasta que tuve una incapacidad para trabajar por pérdida de capacidad cognitiva y tuve que pedir la baja. Durante este tiempo en mi familia oscilaron entre estar preocupados por mí y presionarme, porque siempre había sido el fuerte y el que traía el pan a casa. Esta presión se sumaba a mi propia autoexigencia y me hizo aún más daño.

En un momento de absoluta desesperanza decidí acudir a la psicóloga y entonces las cosas empezaron a mejorar. Comencé a aceptar a la ansiedad
y a implementar técnicas que me ayudaron a reducir esa medicación que me generaba tanto sueño y cansancio. También empecé a notar menos tensión en el cuerpo y más claridad mental. Una de las cosas que más me ayudó fue que la psicóloga habló con mi mujer para ayudarle a comprender el problema y cómo debía tratarme para ayudarme. A partir de ese momento, mi mujer se esforzó por dejar de echarme en cara todo lo que no hacía, hacía mal o en lo que aún no había mejorado. En su lugar, asumió algunas funciones que yo aún no podía hacer; respetó mis tiempos con aquellas tareas que había asumido como mías, sin presionarme; y sobre todo, tanto ella como los niños me empezaron a apoyar en mis progresos, focalizándose en los avances. En todos los impedimentos ya me centraba yo, sin ayuda de nadie, así que, que mi entorno me apoyara en cada paso que daba, me supuso darme cuenta de mis logros.

A día de hoy, he podido volver a trabajar, no en lo que hacía antes, pero sí en un proyecto que me ilusiona y que me hace sentir bien y ser útil como persona. La terapia con mi psicóloga, la medicación y el apoyo de mi familia fueron claves para recuperarme y recuperar mi vida.

Mujer. 28 años

Mi relación con la ansiedad viene de lejos, creo que desde la adolescencia no recuerdo algún capítulo de mi vida en la que no me acompañara.

La necesidad de ser perfecta, ser la mejor no solo a nivel académico si no también con mis amistades y familiares. Todo ello unido a que no podía mostrarme “débil” delante de ellos, ¿cómo iba a dejar que esa imagen perfecta se rompiera en mil pedazos?

Entonces llegaron los primeros síntomas: ataques de ira, querer encerrarme en la habitación y no salir de ella, no hacer planes, pesadillas y esa eterna duda sobre mi futuro, que a priori parecía prometedor, pero…
¿y si no?

Pasaron años hasta que conseguí exteriorizarlo correctamente con mis seres queridos, cuando lo intentaba recibía frases del estilo “anda ya, si
tú puedes con esto y con más”, quitándole importancia a cada una de mis preocupaciones (¡para mi eran MUY importantes!), “tranquilízate” (¿cómo
lo hago? ¿Por ciencia infusa?) o mi favorita “¡qué dramática eres!”, creo que no había frase que me molestara más… Insisto, yo percibía TODOS mis
pensamientos como reales ¿cómo iba a ser eso un drama si tenía palpitaciones y me costaba respirar?

Llegó la universidad y aconsejada por una profesora pedí ayuda psicológica y gracias a eso empecé a comprenderme, a comprender y reconocer mis
síntomas y a permitirme fallar. Por miedo, al principio no conté a mis seres queridos que estaba acudiendo a terapia, pero cuando fui un poquito más fuerte sí lo hice y bueno, la primera reacción fue “¿pero para qué? Si tú lo tienes todo para ser feliz” y en ese momento fue como una patada en el estómago, pero gracias a las técnicas de relajación y comunicación vistas con la psicóloga, pude darle la vuelta a ese pensamiento y hacerles ver la necesidad de acudir y de que me comprendiesen.

Una cosa muy positiva que hicieron mis padres fue acompañarme a consulta un día, donde mi psicóloga les explicó qué era la ansiedad, cómo se manifestaba y qué podían hacer para ayudarme.

¡Vaya cambio a partir de ahí! Empezamos a saber escucharnos, antes solo nos oíamos. Ahora somos capaces de manifestar nuestras propias necesidades, a callar cuando no sabemos qué decir, y a saber dar soporte sin restar importancia. Me siento querida y arropada, sin esa necesidad de ser perfecta en cada paso que doy. ¡Gracias por implicaros!

Mujer. 33 años

Tenía 16 años cuando debuté, como suelen llamarlo, con una crisis de ansiedad. Cuando llegué al servicio de urgencias pensaba que estaba a punto de sufrir un infarto, pero un electro lo descartó. Sólo era una crisis de ansiedad, me dijeron. ¿Sólo? Me sentía casi al borde de la muerte. ¿Crisis de ansiedad? Desconocía lo que significaba, pero regresé a casa con una receta de ansiolíticos en la mano y muchas dudas en la cabeza. Algo grave me sucedía, pero no comprendía nada de lo que me estaba pasando, ni cómo curarlo.

Recuerdo muy bien ese día porque fue el principio de un largo camino en soledad. Mi familia me dijo que no podía ser tan «floja», si con mi edad
empezaba con esas «tonterías», mal iba a acabar; palabras que fueron acompañadas de un gesto de desaprobación. Me sentí muy humillada y avergonzada.

La soledad era como una araña empeñada en tejer cada vez con mayor avidez. En una ocasión en que me encontraba con mis amigas me ocurrió algo muy extraño durante una crisis de ansiedad. Todo tenía una textura diferente; no sé si el mundo se había vuelto diferente o era yo la que se estaba volviendo loca. El caso es que ya me veía con una camisa de fuerza inmovilizando mi cuerpo. En esos momentos lo único que me ataba la cordura era seguir el hilo de su voz, por eso pedí que no dejaran de hablarme y así lo hicieron. Al principio se mostraron muy preocupadas y asustadas pero con el paso de los minutos comenzaron a bromear, a contar chistes y a cantarme. Yo estaba aterrada, ese hilo que me sostenía a la vida empezaba a resquebrajarse. Desde aquel día me sentía muy insegura al salir a la calle, temía que aquel episodio pudiera volver a repetirse.

La araña seguía tejiendo y yo imaginaba un muro que me separaba del mundo. Era un muro invisible que no solo mantenía a las personas fuera, sino a mí dentro. Sola y aislada.

Ahora, con 33 años, agradezco enormemente la atención del profesional que me explicó no solo lo que era la ansiedad, sino que los síntomas que yo
manifestaba eran normales en esas circunstancias.

Hombre. 42 años

Yo he vivido muy de cerca la ansiedad desde muy pequeño, debido a que mi madre ha padecido esta patología toda la vida. Cuando fui adolescente empezaban a cansarme ciertos comportamientos de ella: mi madre se quejaba todo el día de la vida en general, se agobiaba en el coche, el mundo iba siempre en su contra, a menudo estaba cansada y de mal humor… Yo no sabía cómo reaccionar. Tendía a enfadarme, a hablarle mal y a hacerle ver que el problema lo tenía ella. Las madres de mis amigos no eran así.

Después de muchos años, cuando ya fui adulto y maduré, entendí que mi madre sufría ansiedad. Decidí ir a la consulta del profesional que la trataba y que me explicase cómo podía ayudarla. Desde ese día todo cambió. La relación con mi madre dio un giro de 360º y, la verdad, me sentí muy mal por mi comportamiento pasado durante mi adolescencia y mi poca paciencia en general.

En estos casos, la comprensión es fundamental para que la persona que padece ansiedad se sienta querida y arropada durante su tratamiento y terapia. En mi caso lo que mejor funcionaba para que ninguno de los dos se frustrase era: darle el tiempo que necesitase calmarse, salir juntos a pasear cuando la veía que le estaba dando muchas vueltas a la cabeza, o incluso ver nuestra peli favorita.